jueves, 27 de mayo de 2010

Cuando viajar en colectivo se convierte en un deporte extremo

No exagero, los paraguayos nos hemos convertido en campeones olímpicos para llegar a nuestro destino, si es que es necesario para ello subir a los famosos «colectivos». Es que para empezar, vienen tan repletos de personas aplastadas como la clásica lata de sardinas, peligrosamente inclinado hacia los costados, por los aventureros que deciden colgarse de las estriberas o de la caja del chofer. Si uno nació con una estrella en la frente, logra subirse a uno vacío, entendiéndose por vacío que todavía hay lugar como para respirar sin tener que hacer un tremendo esfuerzo para no oler la axila del que está a tu lado, o mejor dicho, del que está encima de ti. El chofer suele recibirte con cara de pocos, de muy pocos amigos, y te extiende una mano que no quisieras tocar por nada del mundo, te imaginas todo lo que pudo haber tocado, desde las manos de todos los pasajeros y vendedores ambulantes, (a la vez imaginas las manos de éstos), su tereré y pedazos de chipa so´o asi que con asco le pasas el pasaje, y el te devuelve el boleto, ese papelito de dos centímetros, que suele decir al costado que es tu seguro de vida, (eso lo que te agrada escuchar, hei) que tiene colores, frases, el número de serie, ruc de la empresa y es tan chiquito que un descuido se te pierde y tenés que fingir que dormís cuando pasa el inspector de boletos con cara de menos amigos que el chofer y te exige que lo muestres enseguida. Si tenés la bendita suerte de acceder a un asiento podés encontrarte con dos opciones, o que esté tan maltrecho que vueles como el Borracho Volador de la Arbolada en uno de los tantos baches asuncenos o que sea muy incómodo y bajes sin raya del bus. No faltan los decorativos machistas del chofer, del tipo, «las mujeres me persiguen» o «soy un yacaré» o figuras con posiciones del kamasutra en su parabrisas, al lado de un Jesús de la Divina Misericordia, encima de un nenito con la casaca de Cerro orinando sobre una remera de Olimpia, o las clásicas borlas de crochet con colores del club favorito del chofer, rosarios de plástico liados en el retrovisor, fotos de la familia en un cumpleaños, y un dibujo del colectivo hecho a lápiz. Eso sin contar con el pintarrajeado freno de mano, adornado pornográficamente. Siempre se suben los vendedores ambulantes, gesticulando un desagradable tonillo gutural, mientras ofrecen cosas del tipo
Galletita a mil, a mil la galletita
Dulce de maní a mil….
Manzana, pera, tres por cinco mil…
O los más variados
Carcaza para celular, antena para televisión, encendedor, juego de hilos, cortaúñas, tijera para peluquería….
O los que tienen entrenamiento y licencia, que se suben con un bolso gigante y causando gran curiosidad por parte de los curiosos paraguayos
Con el permiso del señor Conductor, hoy les ofrecemos en la vía móvil un producto esencial para la higiene bucal, tanto para la dama como para el caballero, estoy hablando de un cepillo de dientes limpia lengua, que rota 360 grados – y te exhibe un cepillo de una marca desconocida que obviamente fue comprado de los productos no admitidos en aduana, por eso el precio tan bajo- hoy, en una farmacia usted paga de 10 a 15 mil guaraníes, hoy por ser oferta y de tratarse de la vía móvil, va a llevarlo por la módica suma de 3 mil guaraníes, 2 por cinco mil… véalo señora, señor, sin compromiso de compra….
Muchos de éstos ofrecen no sólo el cepillo de dientes u otro producto, sino más cosas, como un estuche para celular, una agenda, un bolígrafo con luces de colores, marcadores con un logo oriental, una billetera y un cinto. Todo por diez mil. O un libro para pintar acompañado de lápices de colores, o un diccionario de guaraní. Eso por cinco mil. Y los que nunca pasan desapercibidos, los chiperos calentones. No todos lo son, pero los que llegaron a subirse en el colectivo en que viajaba no dejaron de echarme una ojeada lujuriosa o una frase irrepetible al azar, o en el mejor de los casos, obsequiarme una chipa con una sonrisa patéticamente desdentada. Y los vendedores de coca, tan solicitados en días de calor, nunca me animé a comprarles un vaso, puesto que los traen todos en sus bolsillos, y con sus manos (otra vez la película de su historia) se me pasa por la cabeza, y no puedo evitar pensar en los gérmenes que me estaré llevando a parte del perjuicio que se me presenta al imaginar 200 cc de coca en mi sistema circulatorio. A más de uno le pasó que bajó sin una de sus pertenencias, sea su celular, su dinero, la mitad de su cartera o su billetera, y todo sin darse cuenta. A mí sólo (gracias a Dios) sólo me sacaron mi celular, un 1112 ya un poco gastado. No sé para qué les habrá servido a los ladrones. Por precaución, el pasajero paraguayo a inventado todo tipo de escondites recurso` i en su ropa interior (es el caso de las mujeres que no dudan en llenar sus corpiños con pulseras, relojes, dinero, celulares, etc) o cosiendo unos insólitos bolsillos internos en los pantalones, las medias o entre las chaquetas. Pero nadie lleva algo en su mano o en su cartera. Lo peor que puede pasarte (como a mí) es que el colectivo esté tan lleno que no puedas bajarte, vivo en Mariano, cerca de la facultad de Villa Hayes, así que los estudiantes de contabilidad, administración, etc. monopolizan el bondi hasta tal punto que cuando me toca bajarme no hay ninguna posibilidad de hacerlo a no ser que me anime a morir aplastada o asfixiada o lanzarme por la ventanilla. Los pasajeros ocupan hasta el último centímetro del bus, y el chofer se encarga de hacerles recordar que sólo son eso, pasajeros, repitiendo constantemente a medida que el bus va convirtiéndose en una masa humana «ma hacia tras, por favooor» en varias oportunidades, pude escuchar a la gente gritar «¿donde pico vamos a entrar todos?» o «No hay co mas lugar» y ese tipo de cosas. O cuando una señora explotó histérica «¡más rápido chofeeeer! Hace dos horas que salimos!» O que el chofer se meta el dedo en la nariz, revuelva el contenido, lo arroje al costado por su ventana, con un escupitajo de catarro y luego te llame para darte tu «vuelto» porque a vos, la boba, se te ocurrió darle un cincuenta mil para «sencillar» tu plata. Bien, esos son los buses normales. Los ilegales son aquellos que vienen medio camuflados de Puerto Elsa, con destino al Mercado 4 o la Terminal que llevan consigo más y más productos de contrabando que personas. Más de una vez tuve que conformarme con sentarme sobre bolsas de harina y cajas de picadillo porque los aceites y toallas higiénicas se habían subido primero a los asientos. En una ocasión los pasajeros observamos pasmados, como la mercadería, bolsas de arpillera, eran cambiadas del bus a una furgoneta estratégicamente escondida. Sólo pudo revelarse el contenido de las bolsas de arpillera, porque una costilla vacuna rompió un pedazo de ésta, dándole el extraño aspecto de un brazo rojo al conjunto. Están los choferes con complejo de Schumaher, como los de la línea 23 y 27 que circulan «entre 70 y 80 km por hora», (gracias Diego Pérez), y los que van más lento un cortejo fúnebre. Entre otras cosas que hay que soportar están las carreras, que dejan en pañales a Alonso y Barrichello, protagonizada por rezagados choferes o por los que pelean por pasajeros, muchas veces dejando de alzar a éstos por pasar rápido.
Cuanto te bajas sí o sí lees como frase trasera todo tipo de cosas, del tipo «tu mujer me ama» o «todos envidian mi esfuerzo» o «que mounstro!», «te añoro Piribebuy», o los nombres de los hijos del chofer, Elizabeth María Ayeleth y «Willian» José Manuel.
Si llegas a destino vivo, no dudes en dar gracias, y pedir al día siguiente protección para sobrepasar todos los obstáculos que te presenta viajar hasta tu trabajo, el cole o la facu… y todo por querer ser responsable y llegar temprano.

Mia Castagnino

El Armario de 3° Diseño

Dedicado al armario

Era un caos. Llegó tímido y limpio, pero no pasaron más de dos horas cuando se convirtió en el portal une dos universos paralelos: el aula de Tercero Diseño Gráfico y esa dimensión desconocida, un mundo sobrecargado de todo con lo que puede hacerse un colegial de diecisiete años. Y como buenos paraguayos-diseñadores-inmaduros que somos, no podíamos albergar en nosotros lo excitante de poseer un ropero en clase, así que el pobre mueble fue de a poco pagando el pato de los que se olvidaban materiales o de los que simplemente no querían llevar algo a su casa o guardarlo en su mochila. Así, el armario fue llenándose de objetos tan insignificantes como cuadernos, hasta inimaginables, como revistas para catadores de vino y bolsas negras de basura.

Ir hasta él significa una aventura con escasas posibilidades de retorno. Hoy, cuando pasé de casualidad por su lado, caí en la cuenta de cuán protagonista y testigo mudo es de nuestros desaires, sornas, pataletas, peleas, burlas, negociaciones y robos de los que él no puede defenderse desde que el candado que lo cercenaba dejó de existir el mismo día que se colocó y hoy sólo queda la herrumbrada hebilla que intenta unir las dos puertas de ese extraño portal.

Así que, dejando atrás la cursilería medio confundida con fetichismo, decidí revolver en sus entrañas buscando algo que escribir, y me topé con lo suficiente como para sobrevivir a un tsunami; entre revistas, papeles de todos los gramajes y texturas, goma eva, y botellas vacías de agua pertenecientes a Tuky, temí entrar y no salir nunca cuando metí la mano un poco más y encontré algunas chaquetas del laboratorio de Gráfica Computarizada mezcladas entre cajas, bolsas, alcohol, una botella de aceite de lino y otra de aguarrás en un rincón, brochas de todos los tamaños y treinta y ocho cuadros encimados de paisajes al óleo de un año atrás. Entre isopor quemado y un globo amarillo con caricaturas de Las Pu, me topé con los ahorros del curso amontonados en una garrafa en miniatura agujereada en un extremo y empapelada con calcomanías de nuestra fiesta, Hollister y al lado, flotaba inerte en un frasco de formol Vivi, la víbora de Vigo. Al apartarla aparecieron libros de guaraní de años anteriores y maletines aplastados por una pila de baldosas rotas o forradas con imágenes barnizadas, tres tejas de Yanni, y una bolsa al tope de acrílicos y pinceles. En otro compartimento se olvidaron una docena de boceteros y calculadoras pegoteadas con figuritas y un maletín de maquillaje de Chope, más allá uno se topaba con cartulinas de colores sobre un par de jeans y purpurina rosa que pese a sus millones de usos nunca terminaba. A un costado, la canasta de pirí de Claudia conservaba chipas y pastafloras para su venta destinadas a los ahorros del curso, una bolsa de Copipunto hinchada de bollos de papel que cumplían su papel de papel como artillería pesada cuando no había profesores, además de otras cuatro bolsas repletas de envases vacíos de jugo Ades y hasta Puro Sol para un concurso que Kari guardaba minuciosamente cada día.

En su interior, uno tropezaba con juguetes, ropa, carpetas y cuadernos dados por perdidos, cartucheras, lápices, números cortados y sin páginas de Wild, Seventeen, Play Boy de Ariel, restos de tiza pastel y trabajos inconclusos. Como no podíamos dejar de demostrar que nos creíamos diseñadores precoces o tal vez porque no habíamos pasado del todo la segunda infancia, decidimos pintarrajearlo con todo el material que proporcionara color: témpera, óleo, acrílico, marcadores, bolígrafos y tiza pastel entre otros fueron los elegidos para inmortalizar nombres, groserías, fantasías sexuales, secretos de amor y la frase tan célebre Las cosas buenas son para siempre o Hollister 010 en medio de las puertas. Y no sólo su interior servía para algo, encima se apilaban trabajos o cosas dadas como robadas o extraviadas o simplemente cachivaches que no nos animábamos a tirar o poner en su interior, porque iba a parecer demasiado desordenado ya (?)

Y los perros encontraron factible el espacio reducido entre él y la pared como escondite recurso´i en las clases de Religión y Matemática. Ni ahí con el orden meticuloso y papista del segundo diseño por ejemplo, que ordenaba sus maletines por alfabeto y gama cromática.

Cuando volví a éste mundo no pude evitar mirarlo con compasión mientras escuchaba a Norman decir es el paraíso perfecto de un «cateurano» y pensar que un día estaría vacío, pero repleto de maravillosos recuerdos como bien dice su tatuaje Las cosas buenas son para siempre.

¡Grande el Armario!

Natalia Echauri Castagnino